Un segundo, un llamado telefónico, y estaba muerta. Para mi estaba viva ese día, el anterior y cinco minutos antes de que terminaran de contarme lo que había pasado, la pensaba tan viva como siempre.
Balbuceé unas disculpas y salí del trabajo. Apenas pisé la calle, empecé a llorar, me dolía todo, sentía una contractura repentina que me encorvaba.
Sentía culpa, un profundo deseo de recuperar el tiempo perdido: Culpa por no llamarla, y por no bajarme alguna vez antes del subte para tocarle el portero para tomarnos “un cortadito”.
También sabía que tenía que verla muerta y me aterraba. Nunca había visto una persona así, y pensar que estaba preocupándome por eso, además me hacía sentir egoísta.
Cuando llegué a la funeraria, saludé de pasada con los ojos empañados, y me senté a llorar en un sillón, mientras enroscaba bollitos de pañuelos de papel, retrazando el momento de ver. Pensaba que ese era mi castigo, digamos que empecé a sentir que superar esa situación era algo que me merecía por mi mal comportamiento, para remediarme, aunque sea despidiéndola por más que me costara verla en ese estado.
Me acerqué a la sala dónde estaba ella, y la vi, dura y pálida en el cajón. Tenía la boca mal pegada y las manos sobre el pecho enredadas en un rosario. No pude evitar sentir náuseas y una puntada fuerte en la boca del estómago, me arrimé y le toqué la cara helada, en señal de despedida, como para decirle “te vine a ver”, mientras lloraba entre quejidos.
Me quedé ahí estática llorando hasta que la llevamos a Chacarita para que la convirtieran en cenizas, mientras veía como metían el cajón en ese pasillo gris de los crematorios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario